No ha habido una crisis más previsible que la que actualmente afecta al Sistema Penitenciario (SP).
Así
como Edgar Camargo, Byron Lima y el resto de acusados no son los constituyentes
del desastre en el sistema carcelario del país, tampoco son los traslados de
reos lo único que se transa –y que es punible- al interior de las cárceles, con
el consentimiento de los empleados penitenciarios en todos los niveles de
mando.
Para
cualquiera que conozca alguna de las cárceles del país, no es secreto que el
origen del problema está en que estas funcionan con base en excepciones. Pareciera
accesorio el hecho de que existe una ley y un reglamento que rigen el sistema –y
que todos los reos deberían de ser iguales ante estos-, porque todo es
admisible siempre y cuando esté enumerado en el permiso que supuestamente
otorga la Dirección General. Tampoco es secreto que no todos esos permisos son
auténticos, ni que la mayoría son obtenidos –en el caso en que sí lo sean- por
quienes han logrado alguna cuota de poder dentro de la cárcel que los
resguarda, ya sea porque son voceros del sector al que pertenecen, o porque
continúan teniendo vínculos –incluso a nivel directivo- con sus estructuras
criminales.
El
logro de las capturas es laudable, sin duda, dado el persistente contexto de
complicidad que garantiza la impunidad en el país. Sin embargo, se debe de
analizar y cuestionar más allá de lo que ya ha sido dicho por la fiscalía, y la
atención debe de dirigirse hacia las acciones del Ministro de Gobernación en
cuanto al nombramiento del nuevo director, la efectiva toma de control de las cárceles,
y el intento por depurar el sistema. Más importante aún, es cuestionar cuáles son los
mecanismos más efectivos para evitar que reos y empleados del SP alcancen cuotas
de poder que les permita abusar de su posición, considerando los incentivos a
los que se enfrentan.
La
militarización de las cárceles es una respuesta rápida –aunque necesariamente
temporal- para suplantar las funciones de la Inspectoría General del SP, que ha
demostrado ser inefectiva para echar en tierra las estructuras delictivas internas,
así como el resto del sistema ha sido incapaz de garantizar su dominio. La
destitución de otros funcionarios con potenciales vínculos con los ya detenidos, o con otros grupos que podrían estar delinquiendo al interior del sistema, es
otra acción que podría incidir positivamente, pero en un plazo muy corto. La
solución, de nuevo, apunta hacia la incorporación de controles internos y el
establecimiento de incentivos para promover el apego a las normas en el personal penitenciario. Todo
ello, sin duda, acompañado del tratamiento de otras necesidades que constantemente se
recuerdan, como la ampliación de la infraestructura para reducir el
hacinamiento carcelario.
En
un plazo mayor, es necesario dar seguimiento a la definición de la política
penitenciaria y a la efectiva implementación de programas para la
rehabilitación y la reinserción social de los reos, que son otras de las
funciones del sistema y que suelen permanecer olvidadas, ante las otras
desbordantes necesidades del SP.
Es importante no perder el enfoque, concentrarse en recuperar la institucionalidad del sistema y no equivocarse creyendo que dando castigo a una, dos o trece personas, los problemas del SP estarán resueltos, especialmente si el resto del sistema continúa operando de la misma manera. Sin duda, es mucho lo que queda por hacer.